Cajones cerrados y cajones abiertos: la sonrisa de los muertos.
Hoy se muriĂ³ mi tĂa AngĂ©lica.
Acabo de venir del velorio.
El cajĂ³n estaba cerrado. Creo que por eso encontrĂ© a la muerte en los rostros de la gente. Gente que se sentaba, que lloraba, que reĂa. Eramos todos los lobos con el reflejo de algĂºn sentimiento en la mirada, en la voz, en las manos.
AhĂ estaba mi abuelo, el lobo mayor, digno; despidiĂ©ndose de su hija de mirada esmeralda y voz de campana. Con la tranquilidad y sabidurĂa adquirida en sus cien años y con la experiencia de los hijos enterrados.
Me arrodillé y tomé su mano. Intercambiamos sonrisas tristes y algo sobre lo que es el vivir, que es morir.
Por ahà estaba mi primo. Nunca lo vi llorar. Recién hoy.
TambiĂ©n el novio de mi tĂa. Ese rostro, mĂ¡s de dolor, era de ira. De impotencia.
-------
Mientras manejaba a la casa recordé la primera vez que vi a alguien muerto.
No fue en la tele, ni en una foto. Su rostro y el mĂo estaban a una decena de centĂmetros de distancia. Él tenĂa treintaypico años y yo cinco. Fue en una iglesia de Venezuela.
Recuerdo que el cajĂ³n estaba en medio (en el lugar donde siempre se ponen los novios). Los grandes estaban serios o llorosos, rezando en los asientos, lejos de Ă©l.
En un momento mamĂ¡ me tomĂ³ de la mano y me dijo: "anda, mĂralo". No tenĂa claro el por quĂ© estaba yo ahĂ ni lo que me encontrarĂa en esa hermosa arca de madera.
Me acerquĂ© y, a travĂ©s de un vidrio, vi el rostro de mi papĂ¡ tan sereno que creĂ que estaba dormido. RecorrĂ su camisa buscando rastros de sangre, alguna huella de la violenta muerte, pero no encontrĂ© nada. Estaba limpĂsimo. Hasta sonreĂa.
En conversaciones y en miradas habĂa adivinado lo que le habĂa pasado. AsĂ fui construyendo mi historia. La historia de la muerte de mi papĂ¡. Cuando me asomĂ© por encima del ataĂºd ya sabĂa que se habĂa muerto, pero no tenĂa idea de lo que era morirse.
Toda mi infancia tuve esa imagen "limpia" y plĂ¡cida de la muerte. Y durante todos esos años culpĂ© a mi macabra madre por lo que habĂa hecho: ¿habĂa necesidad de que un niño de cinco años vea a su padre muerto?
Cuando pasĂ© la adolescencia lo entendĂ. EntendĂ la inmensa (y secreta) sabidurĂa de mi mamĂ¡: entre los ocho y los trece años me atacaban ideas alucinantes de que mi papĂ¡ estaba vivo.
A veces recorrĂa las calles con la mirada, buscĂ¡ndolo. Lo imaginaba con amnesia, extraviado en algĂºn lugar. Soñaba con reconocerlo, correr hacia Ă©l y hablarle. Incluso escribĂa lo que iba a preguntarle cuando lo viera. Le dibujaba tambiĂ©n: hacĂa monstruos terribles invocando a la muerte, sĂ³lo para imaginarlo cerca.
Y cada vez que venĂan a mi mente esas ideas, cada vez que me descubrĂa buscĂ¡ndolo en Larco, en Pardo, cada vez que recorrĂa con la mirada a los señores sonrientes para ver si lo reconocĂa, recordaba es imagen del cajĂ³n. Recordaba que dormĂa detrĂ¡s de un vidrio, que fue enterrado y llorado. Cerraba el cĂrculo.
Aunque siempre venĂa, con alguna frecuencia, esa ansiedad de reencontrarme con Ă©l desaparecĂa con la imagen que mi madre grabĂ³ en mi infantil mente. Como un sello de seguridad que no dejara entrar ninguna de las dudas que se me arremolinaban en el corazĂ³n
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Hoy no vi el cajĂ³n. Ni me intento convencer de que lo que estĂ¡ dentro del cajĂ³n sea mi tĂa "Chofi". SĂ³lo mirĂ© su foto, donde sale sonriente.
No vi un cadĂ¡ver. SĂ³lo vi cĂ³mo cada uno de nosotros nos encontrĂ¡bamos con la muerte.
Cada uno a su manera.
Sigo sin tener claro si en un velorio somos un grupo de vivos que depedimos a los que se van, o somos los muertos que seremos los que le damos la bienvenida a los que van llegando.
Acabo de venir del velorio.
El cajĂ³n estaba cerrado. Creo que por eso encontrĂ© a la muerte en los rostros de la gente. Gente que se sentaba, que lloraba, que reĂa. Eramos todos los lobos con el reflejo de algĂºn sentimiento en la mirada, en la voz, en las manos.
AhĂ estaba mi abuelo, el lobo mayor, digno; despidiĂ©ndose de su hija de mirada esmeralda y voz de campana. Con la tranquilidad y sabidurĂa adquirida en sus cien años y con la experiencia de los hijos enterrados.
Me arrodillé y tomé su mano. Intercambiamos sonrisas tristes y algo sobre lo que es el vivir, que es morir.
Por ahà estaba mi primo. Nunca lo vi llorar. Recién hoy.
TambiĂ©n el novio de mi tĂa. Ese rostro, mĂ¡s de dolor, era de ira. De impotencia.
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Mientras manejaba a la casa recordé la primera vez que vi a alguien muerto.
No fue en la tele, ni en una foto. Su rostro y el mĂo estaban a una decena de centĂmetros de distancia. Él tenĂa treintaypico años y yo cinco. Fue en una iglesia de Venezuela.
Recuerdo que el cajĂ³n estaba en medio (en el lugar donde siempre se ponen los novios). Los grandes estaban serios o llorosos, rezando en los asientos, lejos de Ă©l.
En un momento mamĂ¡ me tomĂ³ de la mano y me dijo: "anda, mĂralo". No tenĂa claro el por quĂ© estaba yo ahĂ ni lo que me encontrarĂa en esa hermosa arca de madera.
Me acerquĂ© y, a travĂ©s de un vidrio, vi el rostro de mi papĂ¡ tan sereno que creĂ que estaba dormido. RecorrĂ su camisa buscando rastros de sangre, alguna huella de la violenta muerte, pero no encontrĂ© nada. Estaba limpĂsimo. Hasta sonreĂa.
En conversaciones y en miradas habĂa adivinado lo que le habĂa pasado. AsĂ fui construyendo mi historia. La historia de la muerte de mi papĂ¡. Cuando me asomĂ© por encima del ataĂºd ya sabĂa que se habĂa muerto, pero no tenĂa idea de lo que era morirse.
Toda mi infancia tuve esa imagen "limpia" y plĂ¡cida de la muerte. Y durante todos esos años culpĂ© a mi macabra madre por lo que habĂa hecho: ¿habĂa necesidad de que un niño de cinco años vea a su padre muerto?
Cuando pasĂ© la adolescencia lo entendĂ. EntendĂ la inmensa (y secreta) sabidurĂa de mi mamĂ¡: entre los ocho y los trece años me atacaban ideas alucinantes de que mi papĂ¡ estaba vivo.
A veces recorrĂa las calles con la mirada, buscĂ¡ndolo. Lo imaginaba con amnesia, extraviado en algĂºn lugar. Soñaba con reconocerlo, correr hacia Ă©l y hablarle. Incluso escribĂa lo que iba a preguntarle cuando lo viera. Le dibujaba tambiĂ©n: hacĂa monstruos terribles invocando a la muerte, sĂ³lo para imaginarlo cerca.
Y cada vez que venĂan a mi mente esas ideas, cada vez que me descubrĂa buscĂ¡ndolo en Larco, en Pardo, cada vez que recorrĂa con la mirada a los señores sonrientes para ver si lo reconocĂa, recordaba es imagen del cajĂ³n. Recordaba que dormĂa detrĂ¡s de un vidrio, que fue enterrado y llorado. Cerraba el cĂrculo.
Aunque siempre venĂa, con alguna frecuencia, esa ansiedad de reencontrarme con Ă©l desaparecĂa con la imagen que mi madre grabĂ³ en mi infantil mente. Como un sello de seguridad que no dejara entrar ninguna de las dudas que se me arremolinaban en el corazĂ³n
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Hoy no vi el cajĂ³n. Ni me intento convencer de que lo que estĂ¡ dentro del cajĂ³n sea mi tĂa "Chofi". SĂ³lo mirĂ© su foto, donde sale sonriente.
No vi un cadĂ¡ver. SĂ³lo vi cĂ³mo cada uno de nosotros nos encontrĂ¡bamos con la muerte.
Cada uno a su manera.
Sigo sin tener claro si en un velorio somos un grupo de vivos que depedimos a los que se van, o somos los muertos que seremos los que le damos la bienvenida a los que van llegando.
10 comentarios
Con temor a que mi comentario dañe tan buen post, me atrevo a agregar que la muerte (en la mayorĂa de los casos) sĂ³lo proporciona la conclusiĂ³n proporcional a la forma con que se ha vivido.
He de decir, que las sonrisas de tus seres queridos, aĂºn cuando muertos, reflejan una vida honorable y una muerte tranquila.
Te felicito Lobito, te has ganado mi respeto.
MaTT
A los 6 años, muriĂ³ mi abuela, desde entĂ³nces aprendĂ que si no miraba a esa persona dentro de la caja, mi mente nunca comprenderĂa que ya no estaba... desde entĂ³nces es algo que debo hacer para precisamente no buscarla posteriormente, o llamarla...
En fin,un abrazo.
ojos humedos
Eu considero que os velĂ³rios deveriam ser uma festa de comemoraĂ§Ă£o da vida dos nossos entes queridos, e nĂ£o a reĂºniĂ£o da tristeza pela sua morte. Afinal de contas, somos todos feitos de energia, que um dia se trasnforma...
Um beijo desde Lisboa
Siento lo mismo que Mixtli. SĂ³lo a mi prima no la mirĂ©, porque habĂa muerto de leucemia y antes de su muerte estaba tan demacrada (habĂa perdido mĂ¡s de 20 kilos) que preferĂ recordarla en sus mejores Ă©pocas, cuando jugĂ¡bamos juntas...
MaTT: vaya fĂ³rmula, pensarĂ© un poco mĂ¡s sobre eso. Me queda claro que la muerte es una conclusiĂ³n. La vida es como una composiciĂ³n.
Mixtli: es verdad, eso me pasaba a mĂ. Y creo que en el fondo a todos nos pasa o pasarĂ¡ algo similar. Por eso pienso que mi mamĂ¡ lo supo.
capitĂ¡n: no se esponje, que hay muertes tranquilas que no nos hacen llorar sino pensar.
Pandora: yo quisiera que el mĂo sea una fiesta. Que la gente se divierta y que pasen videos de los mejores momentos. Ah, y que se coma muy bien. Beijo fofo
Danza Invisible: Lo mismo que ahora con mi tĂa. Preferimos recordarla como estaba en la foto: como siempre fue en realidad.
:( Yo no lo vi :( ...
Y tambien lo he buscado algunas veces...
Algunas veces... recuerdo, revivo algunos pasajes muy parecidos pero no encuentro siempre el camino pero me da gusto aun encontrar personas que cuestionan lo que se dice que nunca podremos evitar.
Es un placer leerte
Antonio Araiza Aullido
Cuando fallecio mi abuela no queria verla, pero me insistieron y no me arrepiento, parecia una muñequita durmiendo, una paz revelaba su rostro, la arreglaron muy bien, con su mejor traje negro, maquillaje y guantes blancos y flores... te recordamos Alicia...
Me surge la palabra generosidad, la tuya de compartir estas vivencias.
Lamento que te haya tocado de chiquito, y me alegra que hayas tenido la suerte de una madre sabia para allanarte el camino que te tocĂ³.
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