La ruta de las fieras
-No sĂ© para quĂ© viniste -dijo GarcĂa con un gesto de desprecio tan evidente como su gordura y su metro noventa y seis- ya tenĂa todo resuelto, lo Ăºnico que buscas es protagonismo, como siempre.
-NingĂºn protagonismo, gordo. No te pongas asĂ -dijo el enano con engolada voz.-Alejandro... no entiendes ¿no? tĂº ya estĂ¡s fuera.
-¡NingĂºn fuera! -el enano alzĂ³ la voz -¡aquĂ no se acaba nada hasta la segunda ronda!
El viento golpeaba con fuerza y los Ăºltimos rayos de sol ensayaban arabescos de sombra en la arena.
-MĂrate gordo, ni siquiera puedes caminar. Yo estoy acostumbrado a este ritmo, desde cuando era un niño, me caminaba el arenal...
-Hace un calor de mierda y no veo el camino. Ahorita aparecen los muchachos para sacarme de aquĂ. Lo siento cholo, no sĂ© si haya espacio para llevarte. -El rostro inmenso y sudoroso brillaba en su mĂ¡s amplia sonrisa. El mĂ¡s pequeño daba desacompasados pasos para alcanzar los trancazos del obeso.
-No te vas a malear pues gordo. ¿Me vas a dejar aquĂ? ¡Negociemos primo!
-¿QuĂ© tienes que ofrecer? ¡EstĂ¡s cagado hermano! ¡Cagado!- resoplĂ³ con dificultad mientras sus grandes zapatos se hundĂan en la arena fofa y aĂºn caliente.
El enano apurĂ³ el paso mientras pensaba quĂ© responder, el gordo dirigiĂ³ los ojos al horizonte y, a travĂ©s de un velo de arena, viĂ³ unas sombras que se acercaban dando la contra al viento. De inmediato se detuvo y el pequeño bulto se estrellĂ³ contra su nalga:
-¡Te dije cholo! ¡AhĂ estĂ¡n los muchachos! Ya vienen por mĂ. De aquĂ nos vamos directo para arriba.
GarcĂa se alisĂ³ el pelo, sacĂ³ un pañuelo y enjugĂ³ la frente.
-No me cagues gordito. -Alejandro lo mirĂ³ como quien mira a un ex que no te recuerda.
-Tas hecho cholo. No te preocupes hermanito que yo mando por ti apenas llegue. No lo dudes.
-Pero ya es de noche, no seas malo -sollozĂ³ mientras movĂa la cabeza como una negaciĂ³n.
El viento arrastrĂ³ las voces de las siluetas que, cada vez mĂ¡s cerca, agitaban los brazos:
-¡Choooloooo!
-¡Goooordoooo!
-¡Cholitoooo!
El gordo levantĂ³ la frente como estatua romana y, por primera vez en el dĂa, rompiĂ³ la sonrisa:
-Me estĂ¡s jodiendo. No puede ser. -Dijo entre dientes para sĂ.
Cuando el trĂo llegĂ³, una voz castrense y monocorde surgiĂ³ de un muy erguido soldadito:
-¡Caballeros! hemos venido con el equipo para auxiliarlos y encontrar el rumbo adecuado. SegĂºn lo consignado en la orden, es para el lado contrario. AsĂ que vamos a proceder. -El soldado correcto aparentaba ser el lĂder y el Ăºnico con la vestimenta y equipo para recorrer el Ă¡rido paisaje.
- De ninguna manera -reclamĂ³ el segundo del nuevo grupo: un anciano colorado en pantaloncillos cortos y con cara de guĂa de safari -ya hemos visto lo que ocurre del otro lado. Necesitamos probar nuevas rutas, buscar una pendiente para hacer el camino de bajada.
El gordo aĂºn permanecĂa erguido, la frente en alto y los ojos en la nada.
-Te dije gordo, tenĂamos que hablar, todavĂa podemos -le susurrĂ³ Alejandro a la altura de la rodilla.
-¿QuĂ© mierda hacen todos aquĂ? -dijo entre dientes -¡Me van a recoger a mĂ, me van a llevar a mĂ, no entiendo por quĂ© tenĂan que venir todos! -Los ojos del obeso iluminaron los rostros como un fogonazo.
Una figura femenina, regordeta y petisa, apareciĂ³ detrĂ¡s del gringo:
-Yo que tĂº no me pondrĂa asĂ. No todavĂa. Guarda tus energĂas, todavĂa falta bastante.
La noche estaba tan cerrada que era imposible ver. El gringo anciano propuso armar un refugio. Todos estuvieron de acuerdo, menos el gordo. PreferĂa mirar en quĂ© momento aparecerĂa su equipo para sacarlo de ese inhĂ³spito lugar.
El soldado armĂ³ el refugio en un par de minutos y Alejandro lo abrazĂ³ como compinche de barra: -Cachaco, tĂº sabes ¿ah? -SacĂ³ una pequeña chata- Te "envito". ¡Chupa!
Ninguno pudo cerrar el ojo. Los incomodaba el figurĂ³n que hacĂa sombra en la puerta.
-Oe china, habla con el gordo. Que descanse. Me paltea verlo ahĂ todo cojudazo. Cree que van a venir por Ă©l.
-Nadie va a venir.
-Pero dile pe. Hace rato estĂ¡ con la misma cojudez.
La mujer saliĂ³ y conversĂ³ un par de minutos con el obeso. Al cabo de un rato entraron los dos.
-¡Buena chinita! Lo convencistes - el enano celebrĂ³ y, casi de inmediato, le dio un sorbo mĂ¡s a la botella.
-Las mujeres siempre saben cĂ³mo convencerlo a uno -dijo el soldado.
Entre todos se arroparon y acurrucaron para pasar la noche.
-¡Vamooo! ¡LevĂ¡ntense! Tenemos que aprovechar el dĂa.
Uno a uno fueron saliendo de la covacha mientras el soldado hacĂa polichinelas.
-¿Oiga no es un poco ilĂ³gico que gaste energĂa en estos momentos? -PreguntĂ³ el gringo anciano.
-Yo tengo un entrenamiento de primer nivel. El cuerpo es como una mĂ¡quina, si no estĂ¡ activa se malogra.
-¿Pero no serĂa mejor economizar ahora para que la mĂ¡quina funcione despuĂ©s?
-Negativo.
Luego de empacar las telas y cañas del refugio, el grupo siguiĂ³ su camino. El soldado habĂa aceptado no seguir el camino que habĂa propuesto la noche anterior, pero tampoco continuar por el que estaban yendo. -Ni un extremo ni el otro -habĂa dicho- ¡para el medio!
-No tiene ninguna lĂ³gica. -Dijo el enano, pero ya nadie le hacĂa caso porque estaba nuevamente borracho.
El mar de arena se extendĂa por los cuatro lados. Desde lo alto, un grupo de aves negras los veĂa arrastrarse penosamente dejando tras sĂ una zigzagueante y lĂnea punteada en la arena caliente. Solo el soldado, que estaba al frente, caminaba con paso firme.
-¡Basta! ¡No puedo mĂ¡s! ¡AquĂ me quedo! -GritĂ³ Alejandro rindiĂ©ndose sobre la arena. El rostro enjuto, seco e insolado parecĂa un cuarteado mascarĂ³n de barro rojizo. El grupo siguiĂ³ caminando. El gringo reclamĂ³: -¡Oigan! no poder dejarlo al hombre asĂ. ¡Es un ser humano! -Solo el cachaco volviĂ³ por un instante pero ninguno dejĂ³ de avanzar. El gringo insistiĂ³ un par de veces mĂ¡s, yendo y viniendo de la cola a la punta del grupo.
- La ley de la vida, maestro. -TerminĂ³ por responder el soldado mientras el cholo se convertĂa en solo un pequeño grano de arena en el horizonte.
-China ¿te queda agua? -la piel del gringo se habĂa pegado a los huesos, ya no sudaba, los pies se le hundĂan en la arena convirtiendo sus Barker Black Ltd en jirones de yute
-Creo que no. Tengo para una media hora mĂ¡s. Un trago y ya. -MintiĂ³ la gordita mientras ocultaba la pequeña cantimplora debajo de los senos.
-China, solo una gotita. Ya no jalo. -La frase se le cortĂ³ en una tos seca, de piel con piel, asfixiĂ¡ndolo y enrojeciendo mĂ¡s el rostro anciano e insolado.
-¡GarcĂa! invĂtale un poquito de agua al viejo. Se estĂ¡ muriendo.
-Pero tengo solo un poco.
-SĂ© bueno, es solo un viejo, hay que ser humanitario, aunque sea en sus Ăºltimos momentos. - GarcĂa hizo un gesto de desdĂ©n. SacĂ³ una botella, llenĂ³ la tapita con dos gotas y las dejĂ³ caer sobre los labios del gringo. El anciano luchĂ³ por hidratarse pero era insuficiente. CayĂ³ al piso temblando.
-¡Ustedes no cambian! Encima se cagan de risa. ¡Esto es inmoral! -El soldado correcto increpĂ³ a los gordos que reĂan mientras el anciano agonizaba. y sacĂ³ un revĂ³lver. Las risas cesaron. Gordo y gorda se miraron intimidados. El soldado apuntĂ³ a la boca del anciano. DisparĂ³. Un delgado chorro de agua saliĂ³ del arma. El anciano resoplaba mientras bebĂa del caĂ±Ă³n salvador. AĂºn sorprendidos, GarcĂa extendiĂ³ el brazo pidiendo silencio:
-¿Escucharon eso? ¡Un auto! ¡Un auto! -El grupo intentĂ³ subir la duna, arrastrĂ¡ndose como muertos vivientes. El anciano quedĂ³ atrĂ¡s con el soldado quien ya tenĂa signos de deshidrataciĂ³n severa. Solo los gordos, gracias a sus reservas de glucĂ³geno y al agua que mantenĂan oculta, podĂan mantenerse en movimiento bajo esas condiciones.
Un auto negro, de lunas polarizadas, se habĂa detenido a unos veinte metros de la duna. GarcĂa comenzĂ³ a bajar a tropezones:
-¡Muchachos! ¡Mis bĂºfalos queridos! ¡AquĂ estoy! ¡AquĂ estoy! SabĂa que no me fallarĂan, sabĂa que...
Del auto bajĂ³ una mujer vestida de sastre. El gordo se detuvo de inmediato, la reconocĂa. Era la esposa del soldado correcto. Los dientes de la mujer brillaron en una sonrisa divertida. Hizo un silbido corto y de inmediato el soldado se cuadrĂ³ ante ella.
-Te ves como una mierda. As-que-ro-so. -Dijo con voz chillona.
-Han sido muchos los contratiempos, pero han sido superados. Ahora con el apoyo del vehĂculo aquĂ presente, calculo que serĂ¡ mĂ¡s fĂ¡cil.
-No funciona.
-¿CĂ³mo que no funciona?
-Se me acaba de acabar la gasolina. Justo, de lechera, te he encontrado.
-Pero mi amor, se supone que estaba calculado el combustible para la ruta. La ruta...
-Ay pero no todo tiene que ser como dice el guiĂ³n, me fui un ratito al mall a comprar un par de cositas. Ahora sĂ¡came de acĂ¡, que hace un calor espantoso.
-¡Es usted una irresponsable! - le espetĂ³ el enrojecido obeso. La esposa del soldado correcto lo recorriĂ³ con la mirada de arriba a abajo.
-Y usted un impresentable. ¿No se ha visto en el espejo?
GarcĂa se pasĂ³ la mano por la cabeza y se acomodĂ³ el pelo. Un pañuelo asqueroso recorriĂ³ su cuello y frente. FingiĂ³ una sonrisa:
-Señora mĂa, en este paraje eriazo todos terminamos siendo impresentables. Dele tiempo al tiempo.
El grupo caminĂ³ por dos horas mĂ¡s, el viento se estrellaba contra la piel viva de los caminantes mientras que, a lo lejos, la figura del auto era devorada por las dunas. El soldado correcto mirĂ³ su reloj, luego sacĂ³ un cuaderno de notas. DespuĂ©s de un rato repitiĂ³ la operaciĂ³n. Ella lo observaba en silencio, protegiĂ©ndose del viento con su sombrero Chanel:
- ¿No me vas a decir?
Él fingiĂ³ tomar notas dibujando unos garabatos en el cuaderno.
-No entiendo ¿quĂ© tengo que decir?
-Te conozco. SĂ© quĂ© te pasa. ¿Estamos mal no? Este no es el camino. -Dijo entre dientes la esposa.
-Eh...
-¡Ya sabĂa! No digas nada, que nadie se entere. Ya bastante tenemos con caminar en este lugar horrendo como para aguantar a todos estos quejĂ¡ndose.
-Pero mi amor -murmurĂ³ el soldado -¿QuĂ© vamos a hacer?
-Nada. TĂº finge, no digas nada. Sigue. Vas a hacer lo que yo te diga.
(¿continuarĂ¡?)
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