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Calles de gigantes

Enrique Palacios Mendiburu
En Miraflores, la Av. Elías Aguirre se convierte en Grau y esta desemboca en Balta. Mientras camino por Pardo pienso en si habrá alguna relación de las calles con nuestra historia. Pienso en Grau, que apoyó a Balta. Más adelante, luego de muerto el héroe, Elías Aguirre lo sucede en el mando del Huáscar.

Miraflores es el único distrito que usa ese verde clarito en las placas de sus calles. Es tan tenue el contraste que, aún siendo de día, es difícil leer que llegué a Enrique Palacios. ¿Por qué este joven héroe cruza a todos los demás, siendo el único nombre entre Piura, 2 de mayo y Chiclayo?

El poeta Domingo de Vivero dice que Enrique Palacios tenía "cuerpo de niño, alma de coloso", (dicen que dijo, pues nunca encontré los versos, al menos no en internet). ¿Cuerpo de niño? Es que Enrique Palacios Mendiburu comenzó su carrera muy joven y murió a la misma edad que mi padre: En 1879 debe haber tenido 29 años.

A diferencia de los experimentados lobos de mar con los que luchó codo a codo, su muerte no fue en el Huascar, sino en el camino de vuelta, luego de ser canjeado por unos prisioneros. Su madre fue a su encuentro y solo le llegó el cadáver. Dejó una hija pequeña, "natural" (como se solía estigmatizar en los documentos a quienes nacían fuera del matrimonio). El certificado de defunción indica fallecimiento por "tétanos trraumáticos". Y es que, antes de ser capturado recibió múltiples heridas, casi todas por explosiones. De hecho una esquirla le revienta la mandíbula.

Su puesto era el de telemetrista: colgado en lo alto medía las distancias para comunicárselas a Grau y así poder dirigir la nave. Sabemos que Grau era una especie de Han Solo dirigiendo el monitor, así que debe haber sido uno de los mejores en su oficio. Sin esos cálculos no hubiera sido posible ninguno de los míticos ataques del pequeño monitor. Cuando revienta la torre de mando, con Grau dentro, el comandante Elías Aguirre lo reemplaza y ordena a Enrique Palacios a ocuparse de los cañones. Es en esa zona donde la bomba revienta y le destroza la mandíbula.

Los héroes no son esos bronces de rostro adusto
Sin tiempo para lamentos, Palacios se ata un pañuelo alrededor de la cabeza para sostener el maxilar en su sitio y continúa el combate, la certeza de la muerte debe ser un potente analgésico, y asiste a Elías Aguirre quien decide embestir al Cóchrane con el espolón. Tarea difícil con el timón roto, la torre de mando en llamas y sin Grau. La maniobra no tiene éxito y el monitor se pone a tiro. Un disparo certero, desde el buque enemigo, termina con Elías Aguirre y Ferré, su ayudante.

Entre fuego enemigo, incendios y restos de heroicos cadáveres, el joven Enrique Palacios se pone a disposición del nuevo comandante: José Melitón Rodríguez, pero por poco tiempo. El Blanco Encalada no tardaría en decapitarlo de un cañonazo. Luego del ataque Enrique Palacios pudo sortear los cuerpos, destrozos e incendios y salir a cubierta. Desde ahí ve que el pabellón no está. Va hacia la proa y nota que las bridas que lo sostenían se habían roto. Sin este el enemigo asume que el Huáscar se ha rendido. Con dificultad para respirar, sangrando y sin poder hablar, tal vez ensordecido por las explosiones, alcanza el pabellón nacional y lo vuelve a izar en medio del fuego enemigo.

Sin dirección, con los cañones inutilizados, sin municiones y totalmente rodeado, el Huascar no se rinde. El siguiente en la línea del mando, el teniente Pedro Garezón, ordena su hundimiento para evitar ser capturados. Los maquinistas abren las compuertas dispuestos todos a irse con la nave. Al final no lo logran y el enemigo aborda, efectuándose la captura.

La entrega no fue fácil. A pesar de estar desarmados (las municiones se mojaron al momento del hundimiento) Enrique Palacios y otros marineros pusieron tal resistencia que el enemigo ordenó un nuevo bombardeo. Es ahí que un fragmento deja malherido al joven Palacios, que pierde el sentido y es trasladado al Cochrane, donde es canjeado por un teniente chileno y parte rumbo al Callao, al que solo llega su cuerpo.

Llego al malecón, un faro enano rodeado de jóvenes haciendo deporte. Más monumentos. Se ve el mar, el Morro, Chorrillos, Callao, la Punta. Los héroes no son esos bronces de rostro adusto. Doy la vuelta y regreso a la oficina internándome en estas calles con nombres de colosos por las que caminamos distraidos.


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